martes, 29 de diciembre de 2015

Carta del Jefe Seattle al presidente estadounidense en 1885

Nuevamente ando por aquí escribiendo una mini entrada, si bien esta vez no es un libro, si es algo que a mi me ha gustado mucho, la encontré en ivoox.com y desde que lo escuché lo he vuelto a escuchar muchas veces.

A pesar de los años transcurridos desde 1885, esta carta escrita por El Jefe Seattle en aquel entonces al presidente Norteamericano sigue siendo una temática tan actual, que dan ganas de llorar pensar que han pasado tantos años y las cosas siguen igual, no hemos aprendido nada.

Les dejo la carta y el audio.

(Carta que envió en 1855 el Jefe Indio Seattle de la tribu Suwamish al presidente de 

los Estados Unidos,Franklin Pierce en respuesta a la oferta de compra de las tierras 

de los Suwamish en el noroeste de los Estados Unidos, lo que ahora es el Estado de 

Washington. Los indios americanos estaban muy unidos a su tierra no conociendo la 

propiedad, es más, consideraban la tierra dueña de los hombres. En numerosos 

ámbitos ecologistas se le considera como "la declaración más hermosa y profunda 

que jamás se haya hecho sobre el medio ambiente". Esta carta se guarda en el 

edificio de las Naciones Unidas.)

El gran jefe de Washington ha mandado hacernos saber que quiere comprarnos las 

tierras junto con palabras de buena voluntad. Mucho agradecemos este detalle 

porque de sobra conocemos la poca falta que le hace nuestra amistad. Queremos 

considerar el ofrecimiento porque también sabemos de sobra que, si no lo 

hiciéramos, los rostros pálidos nos arrebatarían las tierras con armas de fuego.

Pero, ¿cómo podéis comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esta idea nos 

resulta extraña. Ni el frescor del aire ni el brillo del agua son nuestros. ¿Cómo 

podrían ser comprados? Tenéis que saber que cada trozo de esta tierra es sagrado 

para mi pueblo. La hoja verde, la playa arenosa, la niebla en el bosque, el amanecer 

entre los árboles, los pardos insectos... son sagradas experiencias y memorias de 

mi pueblo. Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra cuando comienzan el 

viaje a través de las estrellas. Nuestros muertos, en cambio, nunca se alejan de la 

tierra, que es la madre. Somos una parte de ella y la flor perfumada, el ciervo, el 

caballo y el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los 

húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre: todos pertenecen a la 

misma familia.

El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es solamente agua, sino que 

también representa la sangre de nuestros antepasados. Si os la vendiésemos, 

tendríais que recordar que son sagradas y enseñarlo así a vuestros hijos. También 

los ríos son nuestros hermanos porque nos liberan de la sed, arrastran nuestras 

canoas y nos procuran los peces. Además, cada reflejo fantasmagórico en las claras 

aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias de la vida de nuestras gentes. El 

murmullo del agua es la voz del padre de mi padre. Sí, gran jefe de Washington: los 

ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed, son portadores de nuestras 

canoas y alimento de nuestros hijos. Si os vendemos nuestra tierra, tendréis que 

recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos y que 

también lo son suyos. Y por lo tanto deben tratarlos con la misma dulzura con que 

se trata a un hermano.

Por supuesto que sabemos que el hombre blanco no entiende nuestra forma de ser. 

Tanto le da un trozo de tierra u otro, porque no la ve como hermana, sino como 

enemiga. Cuando ya la ha hecho suya, la desprecia y sigue caminando. Deja atrás la 

tumba de sus padres sin importarle. Secuestra la vida de sus hijos y tampoco le 

importa. Tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos son 

olvidados. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos 

que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su 

apetito devora la tierra dejando detrás sólo un desierto.

No lo puedo entender. Vuestras ciudades hieren los ojos del hombre de piel roja. 

Quizá sea porque somos salvajes y no podemos comprenderlo. No hay un solo sitio 

tranquilo en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar donde se pueda escuchar 

en la primavera el despliegue de las hojas o el rumor de las alas de un insecto. 

Quizás es que soy un salvaje y no comprendo bien las cosas. El ruido de la ciudad 

es un insulto para el oído. Y yo me pregunto: ¿qué clase de vida tiene el hombre que 

no es capaz de escuchar el grito solitario de la garza o la discusión nocturna de las 

ranas alrededor de la balsa? Soy un piel roja y no lo puedo entender. Nosotros 

preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque así como 

el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con 

aromas de pinos.

Cuando el último piel roja haya desaparecido de esta tierra, cuando no sea más que 

un recuerdo su sombra, como el de una nube que pasa por la pradera, entonces 

estas riberas y estos bosques estarán poblados por el espíritu de mi pueblo. Porque 

nosotros amamos este país como ama el niño los latidos del corazón de su madre.

Si decidiese aceptar vuestra oferta tendré que poneros una condición: que el hombre 

blanco considere a los animales de estas tierras como hermanos. Soy un salvaje y 

no comprendo otro modo de vida.

Tengo vistos millares de búfalos pudriéndose abandonados en las praderas, 

muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no 

comprendo cómo una máquina humeante puede importar más que el búfalo al que 

nosotros matamos sólo para sobrevivir.

¿Qué puede ser del hombre sin los animales? Si todos los animales 

desapareciesen, el hombre moriría en una gran soledad. Todo lo que le pasa a los 

animales muy pronto le sucederá también al hombre. Todas las cosas están ligadas.

Debéis enseñar a vuestros hijos que nosotros hemos enseñado a los nuestros que 

la tierra es nuestra madre. Todo lo que ocurre a la tierra le ocurrirá a los hijos de la 

tierra. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos.

De una cosa estamos bien seguros: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre el 

que pertenece a la tierra. Todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. 

Todo va enlazado. El hombre no tejió la trama de la vida. Él es sólo un hilo. Lo que 

hace con la trama se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios 

pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común. Después 

de todo, quizás seamos hermanos. Ya veremos.

Sabemos una cosa que quizá el hombre blanco descubra algún día: nuestro Dios es 

el mismo Dios. Vosotros podéis pensar que ahora Él os pertenece lo mismo que 

deseáis que nuestras tierras os pertenezcan. Pero no es así. Él es Dios de todos los 

hombres y su compasión alcanza por igual al piel roja y al hombre blanco. Esta 

tierra tiene un valor inestimable para Él y si se daña provocaría la ira del Creador.

También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. El hombre 

no ha tejido la red de la vida. Sólo es uno de esos hilos y está tentando a la 

desgracia si osa romper esa red. Todo está ligado entre sí como la sangre de una 

misma familia. Si ensuciáis vuestro lecho, cualquier noche moriréis sofocados por 

vuestros propios excrementos.

Pero vosotros caminaréis hacia la destrucción rodeados de gloria y espoleados por 

la fuerza de Dios, que os trajo a esta tierra y que por algún designio especial os dio 

dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese designio es un misterio para nosotros, 

pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos 

salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos 

hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas con cables 

parlanchines.

¿Dónde está el bosque espeso? Desapareció.

¿Dónde está el águila? Desapareció.
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